Nadie es totalmente perfecto; todos tenemos nuestras limi-taciones, que no serán producto de una mala voluntad, pero sí fruto de la humana naturaleza, débil e imperfecta. Hasta el sabio más sabio reconoce que hay cosas que ignora; más aún: cuanto más sabio es, más reconoce y lamenta el mundo ilimitado al que no alcanza con sus conocimientos, incluso en su propia especialidad. Hasta el santo más santo reconoce que tiene sus defectos e imperfecciones; más aún, cuanto más santo es, tanto más humillado se siente, pues ve y lamenta que le falta tanto aún para llegar a conseguir la perfección. No temas, por lo tanto, reconocer en ti limitaciones, imperfecciones y defectos; reconócelos y siéntelo profundamente. Si pensaras que no tienes defectos, sería argumento irrebatible para probar que distas mucho de la sabiduría y la santidad; si lo reconoces, estás demostrando sin palabras, pero con hechos, que tiendes a ambas cosas: a la ciencia verdadera y a la santidad. El esfuerzo por la propia perfección es una tácita confesión de las propias deficiencias.
"¿Es justo ante Dios algún mortal? ¿Ante su Hacedor es puro un hombre?" (Job, 4, 17). "¿Cómo puede ser justo un hombre ante Dios? Si pretende contender con El, no podrá responder una vez entre mil" (Job, 9, 2-3). 1